En este Año de la Fe es oportuno recordar que en esta fiesta los cristianos celebramos sobre todo un hecho de la historia de la salvación. La celebración de la Concepción Inmaculada de María nos lleva a revivir el hecho de que Dios le otorgó un papel muy importante en la historia de nuestra redención. Aquella muchacha de Nazaret fue escogida por Dios y recibió una misión decisiva: ser la madre del Hijo de Dios que se encarnó en sus entrañas virginales por obra del Espíritu Santo. Y todo esto para la salvación de la humanidad. Dios, creador del hombre y de la mujer, en la plenitud de los tiempos, asumió la naturaleza humana creada por él y pidió la colaboración de María.
María es aquella mujer que Dios quiso "santa e inmaculada en su presencia antes de la creación del mundo". Esta presencia de María en el plan de Dios está directamente vinculada al misterio de Cristo, porque es la que tenía que ser su madre. El prefacio de la fiesta lo expresa magníficamente, al dar gracias a Dios Padre, "porque libraste a la Virgen María de toda mancha de pecado original, para que en la plenitud de la gracia fuese digna madre de tu Hijo y comienzo e imagen de la Iglesia, Esposa de Cristo, llena de juventud y de limpia hermosura".
Y añade el prefacio que "Purísima había de ser la Virgen que nos diera el Cordero inocente que quita el pecado del mundo. Purísima la que, entre todos los hombres, es abogada de gracia y ejemplo de santidad". Santa María está también íntimamente relacionada con Cristo de otra manera: ella es inmaculada --exenta de todo pecado- porque la riqueza de la gracia de Dios, la que nos viene por el misterio de la muerte y la resurrección de Cristo, se ha desbordado en ella, se ha anticipado en ella.
Celebrar esta solemnidad es, pues, celebrar el misterio de Cristo en su fruto más pleno y precioso. Este mensaje de la fiesta de la Purísima no queda lejos de nosotros, porque también nosotros hemos sido elegidos y también a nosotros ha llegado, por el bautismo y los demás sacramentos de la Iglesia, la eficacia de la sangre redentora de Cristo. Nosotros participamos constantemente de esta riqueza de gracia, sobre todo en la celebración de la Eucaristía, que es la actualización del misterio pascual de Jesucristo.
Benedicto XVI acaba su encíclica sobre la esperanza diciendo que Jesucristo es ciertamente la luz por antonomasia, el sol que brilla sobre todas las tinieblas de la vida de las personas y sobre la historia de la humanidad. Pero añade que para llegar a él necesitamos también unas luces próximas, personas que son luz al reflejar la luz de Cristo.
María es ciertamente una de estas luces. Ella es una estrella de esperanza y Juan Pablo II y Benedicto XVI la han saludado como "estrella de la nueva evangelización". La solemnidad de la Inmaculada Concepción de María, en el clima del Adviento, nos aporta siempre un sentimiento de ternura y de acción de gracias al contemplar lo que Dios hizo en María y también lo que ha hecho en nosotros como una expresión patente de su amor.
María es aquella mujer que Dios quiso "santa e inmaculada en su presencia antes de la creación del mundo". Esta presencia de María en el plan de Dios está directamente vinculada al misterio de Cristo, porque es la que tenía que ser su madre. El prefacio de la fiesta lo expresa magníficamente, al dar gracias a Dios Padre, "porque libraste a la Virgen María de toda mancha de pecado original, para que en la plenitud de la gracia fuese digna madre de tu Hijo y comienzo e imagen de la Iglesia, Esposa de Cristo, llena de juventud y de limpia hermosura".
Y añade el prefacio que "Purísima había de ser la Virgen que nos diera el Cordero inocente que quita el pecado del mundo. Purísima la que, entre todos los hombres, es abogada de gracia y ejemplo de santidad". Santa María está también íntimamente relacionada con Cristo de otra manera: ella es inmaculada --exenta de todo pecado- porque la riqueza de la gracia de Dios, la que nos viene por el misterio de la muerte y la resurrección de Cristo, se ha desbordado en ella, se ha anticipado en ella.
Celebrar esta solemnidad es, pues, celebrar el misterio de Cristo en su fruto más pleno y precioso. Este mensaje de la fiesta de la Purísima no queda lejos de nosotros, porque también nosotros hemos sido elegidos y también a nosotros ha llegado, por el bautismo y los demás sacramentos de la Iglesia, la eficacia de la sangre redentora de Cristo. Nosotros participamos constantemente de esta riqueza de gracia, sobre todo en la celebración de la Eucaristía, que es la actualización del misterio pascual de Jesucristo.
Benedicto XVI acaba su encíclica sobre la esperanza diciendo que Jesucristo es ciertamente la luz por antonomasia, el sol que brilla sobre todas las tinieblas de la vida de las personas y sobre la historia de la humanidad. Pero añade que para llegar a él necesitamos también unas luces próximas, personas que son luz al reflejar la luz de Cristo.
María es ciertamente una de estas luces. Ella es una estrella de esperanza y Juan Pablo II y Benedicto XVI la han saludado como "estrella de la nueva evangelización". La solemnidad de la Inmaculada Concepción de María, en el clima del Adviento, nos aporta siempre un sentimiento de ternura y de acción de gracias al contemplar lo que Dios hizo en María y también lo que ha hecho en nosotros como una expresión patente de su amor.
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