Conferencia inaugural del XII Congreso Católicos y Vida Pública, a cargo de Julián Carrón, presidente de la Fraternidad de Comunión y Liberación.
«Un hombre culto, un europeo de nuestros días, ¿puede creer, realmente creer, en la divinidad del Hijo de Dios, Jesucristo?». Esta frase de Dostoyevski nos pone frente al desafío ante el que se encuentra la fe en Jesucristo hoy. Este desafío no es genérico, en el sentido de si sea posible en absoluto la fe en Cristo. El aspecto decisivo de la pregunta del escritor ruso estriba en la referencia a un contexto bien preciso: la Europa contemporánea. Y tiene como destinatario un tipo de europeo concreto: un europeo culto, es decir un europeo formado, uno que no renuncie a ejercer toda la capacidad de su razón, toda su exigencia de libertad, todo el potencial de su afecto. Es decir, un hombre que no renuncie a nada de su humanidad. A un tipo humano de estas características, ¿le es posible creer en Jesucristo? Pero “creer verdaderamente” -insiste Dostoyevski-, como queriendo subrayar que se trata de una fe que sea verdaderamente digna al mismo tiempo de la naturaleza de la fe y de las exigencias de la razón.
La insistencia de Dostoyevski sobre las circunstancias en las que -¡¡¡ya desde hace un siglo!!!- estamos llamados a vivir la fe muestra hasta qué punto las considera decisivas. En efecto, “las circunstancias por las que Dios nos hace pasar son un factor esencial y no secundario de nuestra vocación, de la misión a la que Dios nos llama. Si el cristianismo es el anuncio de un hecho -que el Misterio se ha encarnado en un hombre-, la circunstancia en la que cada uno toma postura sobre ello, ante el mundo, es importante para precisar la forma de nuestro testimonio”. Es la cuestión urgente que subyace en el título que se me ha propuesto afrontar esta mañana.
Conocemos bien las circunstancias históricas en las que los cristianos estamos llamados a vivir la fe en la sociedad actual. Se pueden sintetizar en el hecho de que vivimos en un mundo plural, donde el cristianismo y la concepción del hombre, de la vida y de la sociedad que nace de él, es una opción entre otras. Estamos constreñidos a vivir la fe sin un entorno que nos arrope. No solo sin privilegios, sino a veces acosados. Somos espectadores del hecho cada vez más frecuente de cómo se plasma en la legislación una antropología totalmente diferente de la que a nosotros nos parece más humana y, que hasta no hace mucho tiempo, era básicamente compartida por nuestros contemporáneos, aunque no compartieran nuestra fe.
Podemos vivir esta nueva situación “enfadados”, porque el curso de las cosas va en otra dirección, o bien podemos aceptar el “desafío” que supone, porque la situación nos impide dar por supuesto la vigencia actual del patrimonio común del pasado y nos llama a mostrar la pertinencia de la fe para las exigencias de la vida personal y social. Ante este desafío sin precedentes no es extraño que surjan entre los mismos cristianos diferentes interpretaciones en el modo de afrontarlo. Desde quien se retira a los cuarteles de invierno renunciando a mostrar la relevancia pública de la fe hasta quien cree que el único modo de defender los valores cristianos es tomar una postura reactiva, sin aceptar el reto de dar razón de su conveniencia en el contexto de pluralismo cultural en que vivimos.
Todos vemos la insuficiencia de estas actitudes. Pero, para liberarse de ellas, no basta con hacerse el propósito de salir de ellas o avivar el deseo de no sucumbir a ellas. Para poder superarlas necesitamos descubrir el modo de vivir la fe en medio de esta realidad social y cultural plural, de tal modo que los otros puedan percibir nuestra presencia no como algo de lo que defenderse, sino como nuestra contribución al bien de todos. Un modo de estar presentes, libres, sin prepotencia, pero sin renunciar a vivir la fe en la realidad que nos toca vivir.
La dimensión del desafío nos la indicó hace años Juan Pablo II. En una situación en la que “muchos europeos contemporáneos creen saber qué es el cristianismo, pero realmente no lo conocen…, muchos bautizados viven como si Cristo no existiera… En muchos un sentimiento religioso vago y poco comprometido ha suplantado a las grandes certezas de la fe… «Pero cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará fe sobre la tierra?» (Lc 18,8)”. Que la situación no ha cambiado desde entonces lo ha confirmado hace unos meses el Papa actual en su visita a Portugal. “Con frecuencia nos preocupamos afanosamente por las consecuencias sociales, culturales y políticas de la fe, dando por descontado que hay fe, lo cual, lamentablemente, es cada vez menos realista. Se ha puesto una confianza tal vez excesiva en las estructuras y en los programas eclesiales, en la distribución de poderes y funciones, pero ¿qué pasaría si la sal se volviera insípida?”1. En muchos casos, no se puede hablar de una falta de fe o de un rechazo explícito, sino de una fe que se vive más como costumbre o devoción, donde la fe se da por supuesta, que como una opción libre y llena de razones. Esto se ve en el hecho de que una fe reducida de este modo no resiste ante los retos del presente, como muestra el número de los que la abandonan o la viven con indiferencia o desinterés.
Esto pone de manifiesto cada vez más la urgencia de una educación en la fe que muestre su pertinencia para los retos de la vida, de modo que sea capaz de resistir la embestida de las circunstancias adversas (cf. GS 21: “El remedio del ateísmo hay que buscarlo en la exposición adecuada de la doctrina y en la integridad de vida de la Iglesia y de sus miembros. [...] Esto se logra principalmente con el testimonio de una fe viva y adulta, educada para poder percibir con lucidez las dificultades y poderlas vencer”). Así pues la pregunta de Dostoyevski adquiere toda su gravedad ante nosotros, ahora. En esta situación ¿le queda a la fe todavía alguna oportunidad de triunfar, es decir, de fascinar, de atraer, de convencer a los hombres de nuestro tiempo?
En una conferencia pronunciada en 1996, el entonces cardenal Joseph Ratzinger respondió a esa pregunta que la fe puede todavía triunfar, «porque corresponde a la naturaleza del hombre. En el hombre vive un anhelo y una nostalgia inextinguibles de lo infinito»2. Y con ello indicaba también la condición necesaria: el cristianismo tiene necesidad de encontrarse con el hombre que vibra en cada uno de nosotros para poder mostrar todo su potencial, toda su verdad. Pues, “no es posible darse cuenta plenamente de lo que significa Jesucristo si antes no somos verdaderamente conscientes de la naturaleza del dinamismo que hace del hombre un hombre. Cristo se presenta de hecho como respuesta a lo que “yo” soy, y sólo una toma de conciencia atenta, tierna y apasionada de mí mismo me puede abrir a reconocer, admirar, agradecer, y vivir a Cristo. Sin esta conciencia Jesucristo es también un mero nombre”3.
1. “El eterno misterio de nuestro ser”
Las exigencias inextirpables del hombre han sido magistralmente identificadas por San Agustín en su famosa frase sobre la inquietud que constituye el corazón del hombre: “Nos hiciste, Señor, para Ti y nuestro corazón está inquieto, hasta que no repose en Ti”4. Este deseo constitutivo del corazón humano, que ha impulsado siempre al hombre a buscar la plenitud de su ser, ha sufrido el influjo de los avatares históricos y ha visto reducida su capacidad de adhesión. Cuanto más observamos la realidad histórica de nuestros días más evidente resulta la actualidad de una imagen con la que Luigi Giussani, en los años ochenta, describía proféticamente la situación en que se encuentra el hombre hoy: “Es como si los jóvenes hubieran sido alcanzados [...] por las radiaciones de Chernobyl: el organismo es estructuralmente el mismo de antes, pero dinámicamente ya no es el mismo. [...] Uno se vuelve como abstracto en la relación consigo mismo, como si estuviéramos descargados afectivamente (sin energía afectiva para adherirse a la realidad), como unas pilas que en vez de durar seis horas duraran seis minutos”5. Desde entonces diversos autores de todas las tendencias ideológicas han descrito este drama que, en los jóvenes, resulta especialmente evidente.
En un artículo aparecido hace algunos años en La Repubblica sobre las generaciones de jóvenes actuales, titulado «Los eternos adolescentes», el famoso crítico literario italiano, Pietro Citati, escribía: «En otros tiempos uno se convertía en adulto muy pronto. Hoy día existe una continua carrera hacia la inmadurez. Antaño un chico maduraba a toda costa. Conquistar la madurez implicaba una renuncia. Hoy en día, los jóvenes no saben quiénes son. Tal vez no quieren saberlo: siempre se preguntan cuál será su yo, ¡aman la indecisión! No decir nunca sí o no: detenerse siempre ante un umbral que, quizá, no se abrirá nunca. No tienen voluntad: no desean actuar. Prefieren quedarse pasivos. Viven envueltos en un misterioso letargo. No aman el tiempo. Su único tiempo son una serie de instantes que no están encadenados u organizados en una historia»6.
Este artículo provocó la respuesta de Eugenio Scalfari, antiguo director de La Repubblica e ideólogo de lo que podríamos denominar izquierda progresista, que afirmaba: «La herida [en estos jóvenes] ha sido el aburrimiento, el aburrimiento invencible, el aburrimiento existencial que ha matado el tiempo y la historia, las pasiones y las esperanzas. No veo aquella profunda melancolía que hay en los rostros jóvenes del Renacimiento, pintados por Tiziano. (…) Veo ojos estupefactos, estáticos, aturdidos, huidizos, ávidos sin deseo, solitarios en medio de la multitud que los contiene. Veo ojos desesperados, eternos niños, una generación desesperada que avanza. (…) Intentan salir de ese vacío de plástico que les rodea y les sofoca. Su salvación está únicamente en sus corazones. Nosotros sólo podemos mirarles con amor y temor»7. ¿Quién habría podido imaginar que el Renacimiento, que había surgido con el interés de afirmar lo humano, que todavía vemos vibrar en Tiziano, acabase en este letargo y aburrimiento existencial. El filósofo Augusto del Noce ha identificado la diferencia tremenda que hay entre el tiempo de San Agustín y el nuestro: «El nihilismo corriente hoy en día es el nihilismo festivo [desenfadado], en el sentido de que carece de inquietud. Quizá podría definirse por la supresión del inquietum cor meum agustiniano»8.
Esto es lo que el Papa ha vuelto a designar con la palabra relativismo en su reciente viaje al Reino Unido. El relativismo consiste en la pérdida de la capacidad del hombre para conocer la verdad, para encontrar en ella la libertad definitiva y el cumplimiento de las aspiraciones humanas más profundas, es decir, para encontrar la respuesta exhaustiva a sus exigencias. En efecto, si el hombre no encuentra lo que responde a esta aspiración, a esta exigencia, todo es relativo, opinable, y nada será capaz de atraer todo su yo, como documenta el misterioso letargo y el aburrimiento invencible. De este desinterés no está excluida, como hemos visto, la fe cristiana.
Todo ello muestra cuál es la naturaleza de la crisis en la que nos encontramos sumidos. No es sólo un problema religioso o ético, sino que estamos ante una crisis de lo humano. Es más, esta reducción del hombre puede incluso convivir con un florecimiento religioso, como ha notado un agudo observador americano, E. L. Fortin: “Nietzsche nos advirtió desde hace tiempo que la muerte de Dios es perfectamente compatible y puede coexistir con una “religiosidad burguesa”. Él no pensó ni siquiera por un momento que la religión se hubiera acabado. Cuando hablaba de la muerte de Dios, lo que ponía en cuestión era la capacidad de la religión para mover a la persona y abrir su mente. La religión se ha convertido en un producto de consumo, una forma de entretenimiento entre otras, una fuente de consuelo para los débiles o una empresa de servicios emotivos, destinada a satisfacer algunas necesidades irracionales que es capaz de satisfacer mejor que ninguna otra. Aunque pueda sonar unilateral, el diagnóstico de Nietzsche daba en la diana”9.
Es en esta situación histórica del hombre donde el cristianismo debe mostrar su relevancia antropológica, su conveniencia humana, precisamente por su capacidad de “mover a la persona y abrir su mente”, de despertarla de su letargo y su pasividad. El hombre de hoy tomará en serio la propuesta cristiana, si la percibe como una respuesta significativa a su necesidad fundamental. Para ello cuenta con un aliado. Todas las dificultades que vive el hombre de hoy no consiguen arrancar de su corazón la espera de su plenitud humana. Es la naturaleza misma del corazón la que le espolea a esperar. Pero, al mismo tiempo, con frecuencia la dificultad de encontrar una respuesta le hace dudar de la posibilidad de un destino positivo, hasta el punto de parecer un sueño.
A. Machado lo ha expresado con una maestría única:
¿Mi corazón se ha dormido?
Colmenares de mis sueños
¿ya no labráis? ¿Está seca
la noria del pensamiento,
los cangilones vacíos,
girando, de sombra llenos?
No, mi corazón no duerme.
Está despierto, despierto.
Ni duerme ni sueña, mira,
los claros ojos abiertos,
señas lejanas y escucha
a orillas del gran silencio”10.
Este es el punto culminante al que puede llegar el hombre en su intento de encontrar esa respuesta que no puede dejar de esperar. A veces, cuando la respuesta no sigue una cierta imagen preconcebida, el hombre puede pensar que es un sueño. Pero inmediatamente se repone y grita con certeza: “No, mi corazón no duerme./ Está despierto, despierto./ Ni duerme ni sueña, mira, / los claros ojos abiertos, / señas lejanas y escucha /a orillas del gran silencio”. En efecto, mirar con los claros ojos abiertos y escuchar para ver si llega alguna seña del gran silencio del misterio. Podrá llegar o no, pero cada uno de nosotros, como cada uno de nuestros contemporáneos, no puede dejar de desearlo, aunque a veces no consiga ni siquiera confesárselo a sí mismo. Desde Platón a Kafka, la historia está repleta del testimonio de esta secreta espera. Y esto resulta aún más evidente cuanto más se complica la situación humana, que lejos de acallar el grito lo exaspera, como el mismo A. Machado confiesa delante del olmo seco: “Mi corazón espera / también, hacia la luz y hacia la vida, / otro milagro de primavera” (Antonio Machado, A un olmo seco). Al hombre sólo le queda esperar ese milagro, pues, dada su incapacidad de generarlo, sólo puede provenir del gran silencio. Tiene razón el poeta italiano E. Montale cuando dice: “Un imprevisto es la única esperanza”11.
2. Un acontecimiento imprevisible e inaudito
Lo imprevisto ha sucedido en Jesucristo, el Verbo encarnado. Con Él, el Misterio ha entrado en la historia convirtiéndose en compañía del hombre y proponiéndose como respuesta a su exigencia de felicidad: quien le sigue tendrá el ciento por uno y la vida eterna (cf. Mt 19, 29). El hombre de hoy se interesará por el cristianismo si éste cumple la promesa con la que se presenta y consigue sacar a la persona del letargo en que se encuentra. Es en el terreno de la realidad donde el cristianismo está llamado a mostrar su verdad. Si los que entran en contacto con él no experimentan la novedad que promete quedarán decepcionados.
La desgracia es que muchos de los que todavía se acercan a la Iglesia en busca de una respuesta se encuentran con versiones reducidas del cristianismo. No es difícil imaginar qué es lo que sucedería a uno de nuestros conciudadanos si se encontrara con un cristiano de los que dice Juan Pablo II que creen conocer el cristianismo, cuando en realidad no lo conocen. Veamos algunas de las típicas reducciones que debilitan la fuerza del anuncio cristiano.
Una de esas reducciones la identificaba ya a mediados del siglo XIX el recientemente beatificado cardenal J. H. Newman que se había dado cuenta de que “la religión, siendo algo personal, debiera ser real, pero exceptuando un pequeño número de personas, normalmente en Inglaterra no es real… casi no tiene objeto… Su doctrina no es tanto de realidades cuanto de aspectos estereotipados de realidades; por así decirlo tiene miedo de andar entre lo real… No digo que el asentimiento que inculca y origina no sea genuino con respecto al campo limitado de su doctrina; pero como mucho es nocional”12. En efecto, para muchos cristianos el cristianismo es más nocional que real: un conjunto de nociones tradicionales sin referencia a la vida real. Podemos imaginar qué interés podrá tener este cristianismo reducido a marco nocional tradicional para el hombre que anda entre lo real, que se debate en el drama del vivir cotidiano.
Para notar la difusión que tiene este tipo de cristianismo, basta darse cuenta de la sorpresa que cada uno de nosotros experimenta cuando se encuentra con alguien para quien Cristo es real. Es tan sorprendente como la primera vez. Esta falta de experiencia personal del acontecimiento cristiano incapacita para comprenderlo. “Afirmar las verdades de la fe sin haber sido tocados por la fascinación de las realidades celestes -dice P. Rousselot- significa tomar estas verdades en un sentido que no es el mismo en que Dios las afirma”13. El gran biblista H. Schlier señala que se está produciendo “un creciente alejamiento, una extrañeza entre la mentalidad común y la fe cristiana… Para la sensibilidad general y pública, términos cristianos fundamentales se han vuelto en gran medida incomprensibles. Como consecuencia, quien quiera usar las palabras cristianas tiene que asumir una tarea hasta ahora inédita: debe suscitar también el significado de la realidad de la que quiere hablar”14. “Palabras grandes de la tradición hoy son incomprensibles como tales. No podemos trabajar sólo con grandes fórmulas, verdaderas, pero que ya no se entienden en el contexto del mundo de hoy”15.
Basta leer una página del Evangelio para caer en la cuenta de su distancia abismal con una concepción puramente nocional del cristianismo. Se narran siempre hechos reales, que cualquiera puede reconocer sin ningún requisito particular. Los evangelios nos han dejado cumplido testimonio del asombro que despertaba el toparse con un hombre que “hablaba con autoridad, y no como los escribas” (Mc 1,27). Era este asombro lo que les llevaba a afirmar: “Nunca hemos visto una cosa igual” (Mc 2,12). Como recientemente nos ha recordado el Papa Benedicto XVI, “la verdadera originalidad del Nuevo Testamento no consiste en nuevas ideas, sino en la figura misma de Cristo, que da carne y sangre a los conceptos: un realismo inaudito”16. En lugar de nociones abstractas el drama de un Dios que en Jesucristo se implica con la humanidad doliente hasta dar su vida por ella. “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16).
No es menor la difusión que tiene entre nosotros la reducción del cristianismo a ética, a valores. Es una tentación antigua. Ya San Agustín se lo reprochaba a los pelagianos: “Este es el horrendo y oculto veneno de vuestro error: que pretendéis hacer que la gracia de Cristo consista en su ejemplo y no en el don de su Persona”17. Pero lo que eran casos aislados en el pasado, se ha convertido en mentalidad bastante extendida gracias a las vicisitudes históricas de la época moderna. Aquí sólo podemos apuntar algunos factores de lo que es una historia mucho más compleja18. Tras la ruptura de la unidad religiosa europea por obra de la Reforma protestante, se desencadenan las llamadas guerras de religión. Este hecho ponía de manifiesto que la religión cristiana no podía continuar siendo el patrimonio común sobre el que basar la unidad europea. Se hacía necesaria una nueva base que pudiera ser compartida por todos. Desplazado el cristianismo, el único elemento común a todos era la razón, tal como la iba concibiendo la Ilustración. El título de la obra de Kant, “La religión dentro de los límites de la mera razón”, constituye todo un programa19. La nueva religión debía respetar los límites impuestos por la nueva diosa: la razón entendida como medida de todo. Esta razón reducida a su dimensión puramente mensurante sería suficiente para organizar la vida en este mundo. La persona histórica de Jesús de Nazaret no tiene otro interés sino el de encarnar el ideal de la persona moral adulta conocido a priori por la razón. Este ideal, con sus valores establecidos por la razón, constituirá la nueva religión, que desde entonces se difunde sin cesar impregnando el cristianismo y reduciéndolo cada vez más a una ética, desvinculada de su conexión histórica.
Juan Pablo I llegó a decir que “el verdadero drama de esa Iglesia a la que le gusta llamarse moderna es el intento de reducir el asombro por el acontecimiento de Cristo a reglas”20. Que el diagnóstico no ha cambiado mucho lo muestra el hecho de que recientemente Benedicto XVI haya reconocido que “la idea generalmente extendida de que los cristianos tienen que observar una inmensidad de mandamientos, prohibiciones, principios y que, por tanto, es algo que resulta fatigoso y opresivo de vivir, y uno es más libre sin todos esos fardos pesados. Por el contrario, yo quisiera aclarar que ser sostenidos por un gran Amor y por su Revelación no es un fardo, son alas”21.
No fue ninguna de estas dos versiones, nocional o ética, lo que despertó el interés por el cristianismo hace 2000 años, ni lo será ahora para nosotros y nuestros contemporáneos, ni siquiera para aquellos que continúan siendo cristianos. Benedicto XVI nos lo ha recordado recientemente en su viaje a Portugal: “Cuando en opinión de muchos la fe católica ha dejado de ser patrimonio común de la sociedad, y se la ve a menudo como una semilla acechada y ofuscada por “divinidades” y por los señores de este mundo, será difícil que la fe llegue a los corazones mediante simples disquisiciones o moralismos, y menos aún a través de genéricas referencias a los valores cristianos” (Benedicto XVI, a los Obispos de Portugal, Fátima, 13 Mayo 2010).
Entonces ¿por dónde se puede volver a empezar?
“Lo que falta no es tanto la repetición verbal del anuncio. El hombre de hoy espera, quizá inconscientemente, la experiencia del encuentro con personas para las cuales el hecho de Cristo es una realidad tan presente que su vida ha resultado cambiada por él. Es un impacto humano lo que puede sacudir al hombre de hoy: un acontecimiento que sea eco del acontecimiento inicial. Como cuando Jesús alzó los ojos y dijo: “Zaqueo, date prisa y desciende, porque hoy tengo que quedarme en tu casa”»22.
Aquí se nos muestra el método para volver a empezar en cualquier situación: «La persona se reencuentra a sí misma en un encuentro vivo, es decir, en una presencia con la que se topa y que desprende un atractivo tal que muestra que aquello de lo que está hecho nuestro corazón con todas sus exigencias, existe. Esta presencia te dice: “Existe aquello de lo que tu corazón está hecho; ves, por ejemplo, en mí existe”. Sólo esto nos atrae y nos provoca hasta el fondo nosotros mismos”23. Este es el método que nos ha recordado Benedicto XVI en su primera encíclica Deus caritas est: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”24.
Esto es justamente lo que nos han conservado los evangelios como el inicio del cristianismo: un encuentro con la persona de Jesús25. Con presentaciones diferentes, en esto coinciden todos los evangelios26. El evangelista Juan nos ha dejado plasmado el impacto que produjo la persona de Jesús en los dos primeros que se encontraron con Él, Juan y Andrés, en un relato que, al decir de P. Grelot, tiene “la marca de un relato escrito por uno de sus protagonistas”27. Tras la indicación de Juan Bautista que ha suscitado en ellos curiosidad, Juan y Andrés comienzan a seguirlo y Jesús se vuelve y les pregunta: “¿qué buscáis? En su sencillez desarmante, esta pregunta muestra que el cristianismo se presenta en la historia como respuesta a una pregunta universalmente humana28.
Una pregunta: ¿qué buscáis?, seguida de la respuesta escueta y sin aspavientos al “¿Dónde vives? de los dos: “Venid y lo veréis”. Esta expresión permanecerá en la historia como síntesis única del método cristiano. El cristianismo es algo que se puede ver. Existe en un lugar adonde uno puede ir. Siempre me ha impresionado que Jesús no malgastara ni una palabra siquiera en propaganda. Simplemente responde a la búsqueda de aquellos dos con una invitación para que ellos mismos saquen su propia conclusión. ¡Qué confianza en la capacidad del corazón del hombre para reconocer la verdad! Para no dar por supuesto lo que esta escena nos narra con una sencillez sin igual, basta que cada uno de nosotros se pregunte cuántas veces ha encontrado alguien a quien ha ido a buscar el día siguiente por la curiosidad que había despertado en él. Quienes aceptaron implicarse en una convivencia con Jesús pudieron alcanzar la certeza sobre su persona que les llevó por gracia a la adhesión de la fe. La convivencia les permitió adquirir los datos que hacían razonable tal adhesión, sin que ella implicara sacrificar la exigencia de la razón.
Lo dicho confirma que la naturaleza del cristianismo es de ser un acontecimiento. No existe otra palabra que lo defina mejor: ni una doctrina, ni una ética, ni una costumbre, ni un rito. El cristianismo es un hecho que antes no existía y, en un momento dado, se ha introducido en la historia. Todo el resto es consecuencia.
“Es con un acontecimiento como entra algo nuevo en nuestra vida: algo no previsto, no definido antes”, pero a la vez “preciso, visible, concreto, tangible, cuando sucede. [...] Dios, el destino, el origen de todas las cosas, ha tomado un rostro humano. Una novedad real, una verdadera novedad, para ser humana, correspondiente y adecuada al corazón, debe tener una cara, un rostro o, si se quiere, una palabra. [...] El evangelio de san Juan lo dice al inicio: “El Verbo se ha hecho carne”. Un rostro humano nuevo: así ha aparecido Dios en el mundo»29.
El verdadero reto que el cristianismo concebido en su naturaleza de acontecimiento tiene ante sí lo ha identificado con precisión S. Kierkegaard: “En relación con el Absoluto no existe más que un tiempo: el presente; para quien no es contemporáneo con el Absoluto, el Absoluto no existe de hecho. Dado que Cristo es el Absoluto, es fácil ver que respecto a Él sólo es posible una situación: la contemporaneidad»30.
La cuestión es cómo el acontecimiento de Cristo, que por su propia naturaleza de acontecimiento histórico está situado en el tiempo y en el espacio, puede permanecer contemporáneo a lo largo de la historia sin perder sus características de carnalidad y visibilidad, es decir, sin que pierda su rostro histórico, de tal modo que pueda fascinar en cada momento de la historia a los que se encuentran con él, tal como sucedió al comienzo? La escena de los discípulos de Emaús es la respuesta a esta pregunta. En ella vemos cómo, en cuanto la presencia de Cristo desaparece del horizonte de aquellos a los que Jesús había fascinado, éstos se vuelven a casa decepcionados. Pese a reconocerlo como “profeta poderoso en obras y palabras”, su condena a muerte les ha trastornado de tal manera que ha acabado con sus esperanzas (Lc 24,19-21). El “nosotros esperábamos” habría quedado para siempre como el epitafio de la aventura, si no fuera porque sucede algo imprevisto con lo que nadie contaba: su presencia viva. Para explicar la recomposición de los discípulos tras el escándalo de la muerte de Jesús no basta el deseo de continuar la causa de Jesús, el propósito de propagar su enseñanza, ni el interés por difundir su inspiración. Ninguna de estas razones habría sido suficiente para reconstruir el grupo y darle el ímpetu misionero que les caracterizó desde el principio, lo único que explica la rápida difusión del cristianismo. Así lo reconocen los historiadores modernos disponibles a dejarse interpelar por los hechos: los discípulos sólo pudieron recuperarse del escándalo de la cruz por la imponencia del Resucitado31. Lo mismo cabe decir de la misión: sin la presencia de Cristo vivo no sería posible explicar la difusión del cristianismo32.
Nos encontramos, pues, ante una realidad humana cuya única explicación adecuada es la imponencia de la Presencia viva de Cristo, quien, por el poder de su Espíritu, genera la comunidad cristiana que lo hará presente en la historia. No se puede reducir a una organización, aunque aparezca desde el principio organizada, ni a una mera inspiración interior, porque desde el inicio se presentó como una realidad sociológicamente constatable, que no existiría si Cristo resucitado no hubiese fascinado a todos y cada uno de ellos por su presencia viva. Ahí está el caso del apóstol Tomás para recordárnoslo.
El Catecismo de la Iglesia Católica nos explica cómo ha decidido Cristo permanecer entre nosotros: “Cuando fueron privados los discípulos de su presencia visible, Jesús no los dejó huérfanos (cf. Jn 14, 18). Les prometió quedarse con ellos hasta el fin de los tiempos (cf. Mt 28, 20), les envió su Espíritu (cf. Jn 20, 22; Hch 2, 33). Por eso, la comunión con Jesús se hizo en cierto modo más intensa: “Por la comunicación de su Espíritu a sus hermanos, reunidos de todos los pueblos, Cristo los constituye místicamente en su cuerpo” (LG 7). (CIC 788). Por eso puede decir Juan Pablo II en su encíclica Veritatis Splendor: «La contemporaneidad de Cristo con el hombre de cada momento histórico se realiza en su cuerpo, que es la Iglesia»33. Cristo permanece en su Iglesia haciendo posible esa contemporaneidad que permite a los hombres de las diversas épocas históricas entrar en relación directa con Él a través del mismo método sacramental que Él mismo usó históricamente para revelarse. A través del bautismo Cristo continúa incorporándonos a sí haciendo de nosotros su carnalidad histórica. “Todos los que fuisteis bautizados en Cristo, de Cristo os habéis revestido. No hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay hombre ni mujer; porque todos sois uno en Cristo Jesús” (Gál 3,27-28).
En la Iglesia, nos recuerda el Vaticano II, “la vida de Cristo se comunica a los creyentes, que se unen a Cristo, muerto y glorificado, por medio de los sacramentos de una manera misteriosa pero real” (LG 7). La vida de Cristo se comunica a nosotros de una manera tan real que nos convertimos en “una nueva criatura” (2 Co 5,17)34. A través de esta novedad, imposible para las solas fuerzas del hombre, Cristo testimonia ante nuestros ojos su contemporaneidad. Benedicto XVI ha expresado claramente, en su reciente viaje a España, esta conciencia de la Iglesia de ser “transparencia de Cristo para el mundo”, no teniendo su propia consistencia en sí si no en Cristo: “Ésta es su misión y éste es su camino: ser cada vez más, en medio de los hombres, presencia de Cristo”35. Pero nos ha recordado igualmente que para ser trasparencia de Cristo, la Iglesia debe hacer su “propio camino interior”. Es la conversión a la que insistentemente está invitando a toda la Iglesia.
«El acontecimiento de Cristo se hace presente “ahora” bajo una persona humana diferente, cambiada, nueva: un hombre se topa con ella y sorprende en sí mismo un presentimiento nuevo de vida [...]. Este toparse de la persona con una diferencia humana es algo sencillísimo, absolutamente elemental, que viene antes que nada, antes que cualquier catequesis, reflexión o desarrollo, es algo que no tiene necesidad de ser explicado, sino sólo de ser visto, interceptado, que suscita asombro, despierta una emoción, que constituye un provocación, un llamamiento y mueve a seguirlo, por su correspondencia con la espera estructural del corazón»36.
Este presentimiento de vida nueva es lo que cada uno de nosotros anhelamos sorprender en el rostro y en la vida de una persona real. Sin la contemporaneidad de la presencia de Cristo en una humanidad diferente no sería posible la fe cristiana como adhesión razonable, porque no sería posible verificar aquí y ahora su capacidad de responder a la espera del cumplimiento de la vida que todos de un modo u otro secretamente anhelamos. La humanidad cumplida, realizada de alguien nos testimonia que aquello que deseamos existe como algo accesible, que se puede tocar, ver, reconocer. Es esto lo que hace posible que el cristianismo se transmita, que se dé la Tradición, que no es sólo la transmisión de un contenido doctrinal desencarnado, sino el nuevo acontecer de la experiencia original, el encuentro con una humanidad diferente ante la que uno puede decir “Nunca hemos visto una cosa igual”. La relación con esta humanidad nueva es lo que nos permite participar de su novedad y, así, descubrir los motivos que hacen razonable nuestra adhesión a Cristo hoy, su conveniencia humana.
Esta verificación no necesita ninguna cualidad particular, ni precisa censurar nada de lo humano que hay en nosotros. Basta acercarse tal y como uno es sin dejarse atrás nada. Así se podrá descubrir quién es Cristo por la capacidad que tiene de desvelar el misterio del propio yo llevándolo a una plenitud que el hombre no puede alcanzar por sí mismo. “El hombre que quiere comprenderse hasta el fondo a sí mismo -no solamente según criterios y medidas de su propio ser inmediatos, parciales, a veces superficiales y sólo aparentes- debe, con su inquietud, incertidumbre e incluso con su debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su muerte, acercarse a Cristo. Debe, por decirlo así, entrar en Él con todo su ser, debe «apropiarse» y asimilar toda la realidad de la Encarnación y de la Redención para encontrarse a sí mismo. Si se lleva a cabo en él este hondo proceso, entonces él da frutos no sólo de adoración a Dios, sino también de profunda maravilla de sí mismo” (RH 10). Esta profunda maravilla de sí mismo se llama Evangelio37. Quien alcanza esta experiencia se sentirá fácilmente reconocido en aquella expresión de un retórico romano, Mario Victorino: “Cuando encontré a Cristo me descubrí como hombre”38.
Por eso, la fe cristiana no sólo no teme el pleno uso de su razón, la libertad, la afectividad de un hombre, sino que lo exige, porque, para comunicarse de modo humano, requiere un hombre que use la razón hasta el fondo, que se implique totalmente con su libertad para poder experimentar la novedad que porta consigo y que sea tan verdaderamente crítico que esté dispuesto a someter su razón a la experiencia que vive. La fe cristiana tiene un “inconveniente”: que necesita un hombre que use el corazón con todas sus exigencias constitutivas para valorar la novedad que tiene delante de sus ojos. Sin nuestra humanidad no existiría la fe cristiana, y menos hoy cuando ésta está tan asediada.
Así prepara el Señor a sus testigos en su Iglesia, como ha expresado genialmente Newman: “Estos son los que nuestro Señor denomina especialmente sus “elegidos”, los que vino a “congregar en la unidad”, pues son dignos de ello. Y éstos son también los designados según la Providencia de Dios para ser la sal de la tierra; para continuar, a su vez, la sucesión de sus testigos, de modo que nunca falten herederos en el linaje real, aunque la muerte se lleve a cada generación del mismo a su descanso y su premio. Quizá se encontraron casualmente con quien estaba destinado a ser su padre en la verdad de la fe, y no se dieron cuenta enseguida de su verdadera grandeza. Al principio, quizá consideraron quimérica su enseñanza y extravagantes o débiles ciertos aspectos de su conducta. Puede que pasaran años hasta que se quitaran completamente de su mente tales prejuicios; pero paso a paso iban descubriendo en él cada vez más los rasgos de una majestad sobrehumana. De vez en cuando serían testigos de sus pruebas en distintos acontecimientos de la vida, y entonces descubrirían, tanto si miraban hacia arriba como hacia abajo, que él ascendía más alto, y estaba arraigado más hondo, de lo que podían verificar con sus baremos. Al fin, con asombro y temor, caerían en la cuenta de que la presencia de Cristo estaba en ellos y, con las palabras de la Escritura, glorificarían a Dios por la persona de su siervo (Ga 1,24). Y todo esto, mientras ellos mismos se iban transformando en la Imagen gloriosa que atraía su mirada (2Cor 3,18) y se ejercitaban para sucederle en la tarea de comunicarla a otros”39.
Esta comunicación a los otros no tiene otro origen que la fascinación por Cristo que ha cautivado al testigo. “El amor de Cristo nos apremia al pensar que, si uno murió por todos, todos por tanto murieron. Y murió por todos, para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos” (2Cor 5,14-15).
Sólo una experiencia así puede generar un protagonista nuevo en la historia, libre, no dependiente de la mentalidad de todos, capaz de convertirse en sujeto de su propia liberación, con capacidad de iniciativa para suscitar obras, que respondan a las necesidades comunes y puedan generar trabajo digno. Obras que surgen sólo cuando uno tiene el coraje de decir “yo”, pues son expresión del don de sí conmovido, de la caridad, de la criatura nueva40. Ningún análisis sociológico, ningún moralismo, ninguna ideología puede suscitar en la historia un sujeto así41. En este momento en que el deterioro del hombre avanza y no existen instancias verdaderamente educativas en condiciones de generar este sujeto, la Iglesia tiene la oportunidad de mostrar su verdadero rostro, la potencia de la vida que corre por sus venas. Basta que no traicione su autentica naturaleza y testimonie el cristianismo como un acontecimiento capaz de interesar al hombre hasta darle una conciencia de sí y de la realidad que lo convierta en verdadero protagonista de la historia.
3. Método de la presencia cristiana en una sociedad pluralista: el testimonio
Esta experiencia de la vida es lo que debemos testimoniar justamente en esta situación en la que tantas personas de las más diversas procedencias ideológicas están a la búsqueda de una orientación para salir de la confusión en que viven. Esta es la tarea fundamental de los cristianos en una sociedad pluralista: ser nosotros mismos. Testimoniar la novedad de vida que nace del encuentro con Cristo. “¿Cuál es la aportación específica y fundamental de la Iglesia a esa Europa, que ha recorrido en el último medio siglo un camino hacia nuevas configuraciones y proyectos? Su aportación se centra en una realidad tan sencilla y decisiva como ésta: que Dios existe y que es Él quien nos ha dado la vida. Solo Él es absoluto, amor fiel e indeclinable, meta infinita que se trasluce detrás de todos los bienes, verdades y bellezas admirables de este mundo; admirables pero insuficientes para el corazón del hombre”. Que sólo Èl por tanto es capaz de responder a la espera de nuestro corazón y de hacerlo feliz. “No hay mayor tesoro que podamos ofrecer a nuestros contemporáneos”42. Esta novedad no puede quedar reducida a la coherencia ética. Si no es el testimonio de una plenitud de vida que llega a cambiar nuestra mentalidad en el modo de afrontar los retos de la vida, nuestro testimonio verá mermada su incidencia. “Nuestra contribución [como cristianos] sólo será decisiva si la inteligencia de la fe se convierte en inteligencia de la realidad”43.
Un protagonista como el que hemos descrito no se asusta de vivir en la situación actual de pluralismo cultural. Y menos aún la vive sumido en la queja o el lamento. En esta situación de crisis de lo humano, de misterioso letargo y aburrimiento invencible, es dónde la fe cristiana puede mostrar toda su conveniencia humana Y lo hará si nosotros conseguimos comunicar la experiencia de que la fe hace la vida más humana, más intensa, más digna de ser vivida. “Que Dios no es el antagonista del hombre y el enemigo de su libertad”, sino el único capaz de salvarlo, exaltando su dignidad y su libertad44. La encrucijada actual es la ocasión providencial para nosotros, cristianos, de descubrir la verdadera naturaleza del cristianismo y su relevancia antropológica para poderlo comunicar a nuestros hermanos como experiencia de vida. Como hemos visto, después de la encarnación, en la que los conceptos, o podíamos decir, los valores cristianos se han convertido en “carne” y “sangre”, no hay otro modo de comunicar la verdad que no sea encarnada en la propia vida. Esto se llama testimonio, categoría con la que queremos indicar la modalidad de nuestra presencia como cristianos en la sociedad.
Para poder comprender qué tipo de presencia es necesaria para poder testimoniar a Cristo hoy puede resultar útil tener presente una observación. Cuando tenemos que defender algo en un contexto polémico, para que nuestra respuesta sea incisiva, no pocas veces, casi sin darnos cuenta, aceptamos el planteamiento de la cuestión definido por el adversario. De este modo nuestra posición está determinada por la postura del contrario, es reactiva, en lugar de ser la postura original que nace de nuestra experiencia de fe. Esto lleva a reducir de nuevo el cristianismo o su testimonio a la mera transmisión de una doctrina, o de unos valores, o a una ética. No debemos perder de vista la historia de los últimos siglos que nos ha traído hasta aquí. Muchos de los valores que hoy se ponen en cuestión eran ampliamente compartidos por la sociedad, y hasta muchos de ellos encontraban el respaldo en el ordenamiento jurídico (matrimonio, familia, vida, etc.). Pero esto no ha sido suficiente para detener la avalancha de una mentalidad que los ha barrido del mapa. Para que recuperen su vigencia no basta únicamente proponerlos de nuevo, reduciendo el cristianismo a doctrina. Esto no nos sirve ni siquiera a nosotros. ¿Quién puede sostener su matrimonio hoy en pie solo con el reconocimiento de la doctrina verdadera del matrimonio? Es necesario algo distinto.
Me ha impresionado la descripción que ha hecho el Papa en Portugal: “Cuando en opinión de muchos la fe católica ha dejado de ser patrimonio común de la sociedad, y se la ve a menudo como una semilla acechada y ofuscada por «divinidades» y por los señores de este mundo, será muy difícil que la fe llegue a los corazones mediante simples disquisiciones o moralismos, y menos aún a través de genéricas referencias a los valores cristianos. El llamamiento valiente a los principios en su integridad es esencial e indispensable; no obstante, el mero enunciado del mensaje no llega al fondo del corazón de la persona, no toca su libertad, no cambia la vida. Lo que fascina es sobre todo el encuentro con personas creyentes que, por su fe, atraen hacia la gracia de Cristo, dando testimonio de Él”45.
Con su realismo habitual, Benedicto XVI nos alerta de que, aunque es “esencial e indispensable” la defensa de los principios, ésta no basta para despertar el interés por ellos. “El mero enunciado del mensaje no llega al fondo del corazón de la persona, no toca su libertad, no cambia la vida”. Cada uno de nosotros lo sabe por experiencia. “Lo que fascina es sobre todo el encuentro con personas creyentes que, por su fe, atraen hacia la gracia de Cristo, dando testimonio de Él”. Solo el testimonio de la belleza de una vida puede atraer hacia Cristo.
Nadie mejor que el Papa encarna hoy este testimonio. Lo hemos visto recientemente de modo espectacular en sus viajes a Inglaterra y a España. ¿Cuál fue el contenido del testimonio del Papa? Nos dio testimonio de lo que Cristo es capaz de hacer en un hombre que esté disponible a dejarse generar por Él. Cristo genera una criatura hasta tal punto nueva que deja a todos con la boca abierta. Esto se ve en el uso de la razón tal y como nos lo atestiguó el Papa, en su inteligencia de la fe que llega a ser inteligencia de la realidad, en su libertad a la hora de presentarse en la realidad sin ambigüedades y ante todos, en su humildad que desarma y hace que todos se queden atónitos, en su ingenuo atrevimiento de un testimonio caluroso, apasionado e inteligente de Cristo. Todos se han quedado boquiabiertos mientras le oían hablar. Basta leer los periódicos ingleses. Os cito uno de ellos, un editorial de The Telegraph: «Alguno ha podido sentirse ofendido por estas palabras, dado el fracaso del Vaticano -ahora reconocido correctamente por Benedicto XVI- a la hora de gestionar los graves crímenes de una pequeña minoría del clero. Pero sospechamos que han sido muchos más lo que han apartado sus reservas respecto a la Iglesia y se han confesado a sí mismos: “Tiene razón”» (The Telegraph, 17 de septiembre de 2010). También en España fueron muchos los que quedaron sorprendidos por su testimonio. La diferente reacción de algunos medios españoles reiteraran nos hace ver el reto que tenemos ante nosotros los católicos españoles para poder mostrar a nuestros conciudadanos la conveniencia humana de la fe.
Ésta es la humanidad que nace de la fe, una estatura humana capaz de ofrecer una contribución decisiva para la vida de los hombres. ¿Quién de nosotros no desea una humanidad así, capaz de estar presente en nuestros ámbitos con esta inteligencia y esta libertad?
En estos viajes Benedicto XVI nos ha dado testimonio de lo que significa una presencia original. Prestar atención a su modo afrontar la situación nos ayuda a identificar los rasgos de ese testimonio. El era muy consciente del alcance del viaje a Inglaterra, como dijo una semana después al hacer balance: «Al dirigirme a los ciudadanos de ese país, encrucijada de la cultura y de la economía mundial, tuve presente a todo Occidente, dialogando con las razones de esta civilización y comunicando la perenne novedad del Evangelio, de la que está impregnada»46. Lo mismo repitió al iniciar su viaje en España. Él comunica la perenne novedad del Evangelio dialogando con las razones de esta civilización. Él no sucumbe jamás a la rabia o al enfado en su anuncio del Evangelio. Él se toma siempre la molestia de ofrecer a todos los motivos que lo hacen razonable, desafiando la razón y la libertad de sus interlocutores. Es como una madre que no se cansa de sonreír a su niño sin saber cuántas sonrisas serán necesarias para provocar la respuesta de la sonrisa del niño.
El Papa, en efecto, no se limitó a defender la verdadera naturaleza del hombre frente a cualquier reducción, sino que se dirigió a la persona con toda su grandeza, a lo que es más original de la persona, mucho más profundo que las costras culturales, el corazón, entendido en su sentido bíblico y no como mero sentimiento. A través de su mirada llena de estima y de compasión por los hombres a los que se ha dirigido ha dado testimonio hoy de la pasión que Cristo tiene por el hombre. Nos ha hecho contemporánea aquella mirada que convenció a Zaqueo. «En las cuatro intensas y bellísimas jornadas transcurridas en esa noble tierra tuve la gran alegría de hablar al corazón de los habitantes del Reino Unido…»4748. También en su visita a España, Benedicto XVI partió desde su primer discurso de esta concepción del hombre: “En lo más íntimo de su ser, el hombre está siempre en camino, está en busca de la verdad. La Iglesia participa de ese anhelo profundo del ser humano y ella misma se pone en camino, acompañando al hombre que ansía la plenitud de su propio ser”.
El Papa nos testimonió en Inglaterra la audacia de afrontar el punto central de la mentalidad común en una sociedad pluralista, sirviéndose de uno de los mejores defensores de la dignidad de la razón humana, Newman. De este modo ha desafiado a todos invitándonos a reconocer nuestra capacidad para conocer la verdad y ofrecerla a todos en el ágora pública: “Newman describe el trabajo de su vida como una lucha contra la creciente tendencia a percibir la religión como un asunto puramente privado y subjetivo, una cuestión de opinión personal. He aquí la primera lección que podemos aprender de su vida: en nuestros días, cuando un relativismo intelectual y moral amenaza con minar la base misma de nuestra sociedad, Newman nos recuerda que, como hombres y mujeres a imagen y semejanza de Dios, fuimos creados para conocer la verdad, y encontrar en esta verdad nuestra libertad última y el cumplimiento de nuestras aspiraciones humanas más profundas. En una palabra, estamos destinados a conocer a Cristo, que es “el camino, y la verdad, y la vida” (Jn 14,6)»49.
Pero no sólo lo defendió sino que lo hizo ante todos. En el parlamento de Westminster Benedicto XVI afrontó sin miedo uno de los puntos más agudos del debate actual, el fundamento ético de las opciones políticas, como ejemplo para mostrar la contribución que puede dar la fe católica a un problema que afecta a todos. “El punto central de esta cuestión es el siguiente: ¿Dónde se encuentra la fundamentación ética de las deliberaciones políticas? La tradición católica mantiene que las normas objetivas para una acción justa de gobierno son accesibles a la razón, prescindiendo del contenido de la revelación. En este sentido, el papel de la religión en el debate político no es tanto proporcionar dichas normas, como si no pudieran conocerlas los no creyentes. Menos aún proponer soluciones políticas concretas, algo que está totalmente fuera de la competencia de la religión. Su papel consiste más bien en ayudar a purificar e iluminar la aplicación de la razón al descubrimiento de principios morales objetivos”. Deja un amplio campo de acción a los católicos presentes en una determinada sociedad que pueden colaborar a “la aplicación de la razón al descubrimiento de principios morales objetivos”, evitando dos riesgos: desinteresarse de la cuestión porque la religión no tiene espacio en el debate público o sucumbir al sectarismo o al fundamentalismo por un uso equivocado de la razón.
“Sin la ayuda correctora de la religión, la razón puede ser también presa de distorsiones, como cuando es manipulada por las ideologías o se aplica de forma parcial en detrimento de la consideración plena de la dignidad de la persona humana. Después de todo, dicho abuso de la razón fue lo que provocó la trata de esclavos en primer lugar y otros muchos males sociales, en particular la difusión de las ideologías totalitarias del siglo XX. Por eso deseo indicar que el mundo de la razón y el mundo de la fe -el mundo de la racionalidad secular y el mundo de las creencias religiosas- necesitan uno de otro y no deberían tener miedo de entablar un diálogo profundo y continuo, por el bien de nuestra civilización”. Es aquí donde fe y laicidad pueden encontrarse.
Gaudí permanecerá para siempre entre nosotros a través de la Sagrada Familia como testigo de este encuentro. En efecto, él “colaboró genialmente a la edificación de la conciencia humana anclada en el mundo, abierta a Dios, iluminada y santificada por Cristo. E hizo algo que es una de las tareas más importantes hoy: superar la escisión entre conciencia humana y conciencia cristiana, entre existencia en este mundo temporal y apertura a una vida eterna, entre belleza de las cosas y Dios como Belleza… Esto lo realizó Antoni Gaudí no con palabras sino con piedras, trazos, planos y cumbres. Y es que la belleza es la gran necesidad del hombre; es la raíz de la que brota el tronco de nuestra paz y los frutos de nuestra esperanza. La belleza es también reveladora de Dios porque, como Él, la obra bella es pura gratuidad, invita a la libertad y arranca del egoísmo”50.
El encuentro con personas cuya belleza nos hiere por la inteligencia nueva de la realidad, por su capacidad de ternura, de abrazo a la persona, de intensidad única, de libertad, de iniciativa incansable no deja indiferente a nadie51. La belleza no hace sino despertar el yo con toda su plenitud. Así describe el teólogo bizantino Nicolas Cabasilas este tipo de personas: “Hombres que tienen un deseo tan potente que supera su naturaleza, y braman y desean todo lo que al hombre le urge aspirar. Estos hombres han sido tocados por el esposo en persona. Él mismo, el esposo, ha enviado a sus ojos un rayo ardiente de su belleza. La amplitud de la herida revela ya cuál es el dardo, y la intensidad del deseo deja intuir quién es el que ha lanzado el dardo”52. Es la intensidad del deseo que despierta lo que permite intuir quién es Cristo, qué capacidad tiene de despertar de la apatía y de la indiferencia lo humano que hay en nosotros para cumplirlo. El encuentro con la belleza de Cristo que resplandece en el rostro de un hombre puede convertirse en el golpe del dardo que hiere el alma y, de este modo, le abre los ojos permitiendo así su reconocimiento. Esto es lo que cada uno de nosotros esperamos y, con nosotros, nuestros contemporáneos. Nosotros se lo podremos comunicar si cedemos a su atractivo.
1 Benedicto XVI, Terreiro do Paco Lisboa 11 de Mayo de 2010.
2 J. Ratzinger, Fede Verità Tolleranza, Cantagalli, Siena 2005, p. 143.
3 L. Giussani, Los origenes de la pretensión cristiana, Madrid 2001, p. 9.
4 Confessionum Libri XIII, I 1: «quia fecisti nos ad te et inquietum est cor nostrum, donec requiescat in te»
5 L. Giussani, L’io rinasce in un incontro, Biblioteca Universale Rizzoli, Milano 2010, p. 181.
6 P. Citati, “Gli eterni adolescenti”, en La Republicca, 2 de agosto de 1999, p. 1.
7 E. Scalfari, “Quel vuoto di plastica che soffoca i giovani”, 5 de agosto de 1999, p. 1.
8 A. del Noce, Lettera a Rodolfo Quadrelli (1984), pro manuscripto.
9 E. L. Fortin, Human Rights, Virtus, and the Common Good, 1996.
10 Antonio Machado, Soledades.
11 E. Montale, “Prima del viaggio”, en Tutte le poesie, Milano 1990, 390.
12J. H. Newman, El asentimiento religioso, Barcelona 1960, 78-80. Desgraciadamente a este riesgo había sucumbido parte de la teología católica, como ha mostrado H. de Lubac, El misterio del sobrenatural, Madrid 1991, 13: “Queriendo proteger a lo sobrenatural de toda contaminación, de hecho se le había exiliado del espíritu viviente y de la vida social, y quedaba el campo libre a la invasión del laicismo. Hoy ese mismo laicismo, siguiendo su camino, pretende invadir la conciencia misma de los cristianos…. La última palabra del progreso cristiano y la entrada en la edad adulta consistirían entonces, al parecer, en una total «secularización» que expulsaría a Dios no sólo de la vida social, sino también de la cultural y de las mismas relaciones de la vida privada”.
13 P. Rousselot, Los ojos de la fe, Madrid 1994, 93.
14 H. Schlier, Linee fondamentali di una teologia paulina, Brescia 1995, 12-13.
15 Respuestas del Santo Padre Benedicto XVI a las preguntas de los párrocos romanos (26 de febrero de 2009).
16 Benedicto XVI, Deus caritas est, 12. El texto continúa: “Tampoco en el Antiguo Testamento la novedad bíblica consiste en nociones abstractas, sino en la actuación imprevisible y, en cierto sentido inaudita, de Dios. Este actuar de Dios adquiere ahora su forma dramática, puesto que, en Jesucristo, el propio Dios va tras la « oveja perdida », la humanidad doliente y extraviada. Cuando Jesús habla en sus parábolas del pastor que va tras la oveja descarriada, de la mujer que busca el dracma, del padre que sale al encuentro del hijo pródigo y lo abraza, no se trata sólo de meras palabras, sino que es la explicación de su propio ser y actuar. En su muerte en la cruz se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es amor en su forma más radical. Poner la mirada en el costado traspasado de Cristo, del que habla Juan (cf. 19, 37), ayuda a comprender lo que ha sido el punto de partida de esta Carta encíclica: « Dios es amor » (1 Jn4, 8). Es allí, en la cruz, donde puede contemplarse esta verdad”.
17 San Agustín, Contra Iulianum Opus Imperfectum.
18 Sobre esta cuestión puede verse una presentación sintética de los estudios publicados en M. Borghesi, “La crisi della coscienza europea”: LineaTempo 2 (2006) 57-67. Cf. también F. Botturi, “Secolarizzazione e identità dell’Europa”: LineaTempo 2 (2006) 68-74.
19 E. Kant, La religión dentro de los límites de la mera razón, Madrid 2005.
20 Juan Pablo I, in «Humilitas», n. 3, 2001, 10.
21 Benedicto XVI, Radio Vaticana en la víspera de su viaje a Colonia a la Jornada Mundial de la Juventud.
22 L. Giussani, L’avvenimento cristiano, Biblioteca Universale Rizzoli, Milano 2003, pp. 23-24.
23 L. Giussani, L’io rinasce in un incontro, Biblioteca Universale Rizzoli, Milano 2010, p. 182.
24 Benedicto XVI, Deus caritas est, 1.
25 FR 7: “En el origen de nuestro ser como creyentes hay un encuentro, único en su género, en el que se manifiesta un misterio oculto en los siglos (cf. 1 Co 2, 7; Rm 16, 25-26), pero ahora revelado”
26 Para una comparación entre los relatos sinópticos y los de Juan respecto a la vocación de los discípulos, cf. R. E. Brown, El evangelio según Juan I-XII, Madrid 1979, 259-261.
27 P. Grelot, Jésus de Nazareth, 260.
28 R. Niebuhr, The Nature and Destiny of Man. A Christian Interpretation, vol. II, London-New York 1943, 6: “Nada hay más absurdo que una respuesta a la pregunta que no se plantea”. Lo que vemos en esta escena paradigmática de los dos primeros discípulos se reproduce con tonos y acentos diversos en otros personajes que tienen la gracia de encontrarse con Jesús. La samaritana seguía teniendo sed de una felicidad que sus cinco maridos no habían conseguido satisfacer (Jn 4, 11-27). Como todo el dinero conseguido no siempre de modo regular (“Era muy rico”, dice el Evangelio), no había podido saciar la espera del jefe de publicanos del distrito de Jericó, llamado Zaqueo (Lc 19, 1-10). Por no hablar de ese espectáculo de lealtad con la propia exigencia de curación del ciego de Jericó, que sigue gritando cuando quieren taparle la boca para que deje de molestar al Maestro (Mc 10, 46-52).
29 L. Giussani, L’avvenimento cristiano, Biblioteca Universale Rizzoli, Milano 2003, pp. 14-15. “El cristianismo es un acontecimiento. No existe otra palabra para indicar su naturaleza: ni la palabra ley, ni las palabras ideología, concepción o proyecto. El cristianismo no es una doctrina religiosa, una lista de leyes morales, un conjunto de ritos. El cristianismo es un hecho, un acontecimiento: todo el resto es consecuencia. La palabra “acontecimiento” es, pues, decisiva. Porque indica el método que Dios ha elegido y utilizado para salvar al hombre: Dios se hizo hombre en el seno de una muchacha de quince a diecisiete años que se llamaba María, en el “vientre que fue albergue de nuestro deseo”, como dice Dante. El modo con el que Dios ha entrado en relación con nosotros para salvarnos es un acontecimiento, no un pensamiento o un sentimiento religioso. Es un hecho acontecido en la historia que revela quién es Dios e indica lo que Dios quiere del hombre, lo que el hombre debe hacer para su relación con Dios. Dios habría podios también elegir como medio de comunicarse a los hombres una inspiración directa, de tal modo que cada uno hubiera tenido que seguir lo que Dios le sugiriese en su pensamiento y en su corazón. Un método, este último, para nada en absoluto más fácil y seguro, al estar siempre expuesto a la fluctuación de nuestros sentimientos y pensamientos” (L. Giussani, Crear huellas en la historia del mundo, Madrid 1999, 21).
30 S. Kierkegaard, Esercizio del cristianesimo, Studium, Roma 1971, p. 126.
31 Uno de ellos, P. Stuhlmacher, Gesù di Nazaret Cristo della fede, Brescia 1992, 56, escribe: “Cuando la noche del viernes santo cayó sobre Jesús muerto en el patíbulo y rápidamente depuesto por los amigos en un sepulcro excavado en la roca, todo judío hostil a Jesús podía, más aún, debía decir con Deut 21,22-23: ¡este hombre colgado en la cruz ha sufrido la pena merecida; ha muerto como un “maldito de Dios”! Contra esta lógica y terrible interpretación de la muerte en cruz de Jesús (cfr. Jn 19,31; Hch 5,30; 10,39; Just, Dial, 89,2; 90,1) sus discípulos, asaltados por la duda y la angustia, pudieron restablecerse sólo después de que, a partir de la mañana de Pascua, el crucificado se apareció en una vida divina”.
32 P. Stuhlmacher, Gesù di Nazaret Cristo della fede, 57: “Poner en discusión [las apariciones] haría incomprensible la evolución del cristianismo y su misión”.
33 Juan Pablo II, Veritatis Splendor, 25.
34 Catecismo de la Iglesia Católica 1265: “El Bautismo no solamente purifica de todos los pecados, hace también del neófito “una nueva creatura” (2 Co 5,17)”.
35 Benedicto XVI, Discurso en el aeropuerto de Santiago, 6 de Noviembre de 2010. Benedicto XVI, Homilía de la Dedicación de la Iglesia de la Sagrada Familia, Barcelona 7 Noviembre 2010: “La Iglesia no tiene consistencia por sí misma; está llamada a ser signo e instrumento de Cristo, en pura docilidad a su autoridad y en total servicio a su mandato”.
36 L. Giussani, Qualcosa che viene prima, in: «Tracce Litterae Communionis», (2008), n. 10, pp. 1-6.
37 Redemptor Hominis 10: “El profundo estupor respecto al valor y a la dignidad del hombre se llama evangelio, es decir, Buena Nueva. Se llama también cristianismo. Este estupor justifica la misión de la Iglesia en el mundo, incluso y quizá aún más, en el mundo contemporáneo. Este estupor y al mismo tiempo persuasión y certeza que en su raíz profunda es la certeza de la fe”.
38 Mario Victorino, “In epistola ad Ephesios”, Liber Secundus, en Marii Victorino Opera exegetica, cap. 4, v.
39 J.H. Newmann, Sermones universitarios, Madrid 1993, 149-150.
40 Benedetto XVI, Deus caritas est, 54: “La caridad no es para la Iglesia una especie de actividad asistencial que podría dejar a otros, sino que pertenece a su naturaleza, es expresión irrenunciable de sí misma”.
41 T. S. Eliott, “Los coros de ‘La Piedra’”, en Poesías reunidas, Madrid 1979: “Bestiales como siempre, carnales, pero siempre en lucha”.
42 Benedicto XVI, Homilía en la plaza del Obradoiro en Santiago de Compostela.
43 Benedicto XVI, al Consilium pro laicis, Mayo 2010.
44 Benedicto XVI, Homilía en la plaza del Obradoiro en Santiago de Compostela: “”Es una tragedia que en Europa, sobre todo en el siglo XIX, se afirmase y divulgase la convicción de que Dios es el antagonista del hombre y el enemigo de su libertad”.
45Benedicto XVI, Encuentro con los obispos de Portugal, Fatima 13 Mayo 2010.
46 Benedicto XVI, Audiencia General, Plaza de San Pedro, 22 de septiembre de 2010.
47 Benedicto XVI, Audiencia general, 22 de septiembre de 2010.
48 Benedicto XVI, Discurso en el aeropuerto de Santiago de Compostela, 6 de noviembre de 2010.
49Benedicto XVI, Vigilia de oración por la beatificación del Cardenal John Henry Newman, Londres, 18 de septiembre de 2010.
50 Benedicto XVI, Homilía de la Dedicación de la Iglesia de la Sagrada Familia, Barcelona 7 Noviembre 2010.
51 La modalidad del testimonio en que la verdad cristiana se ofrece, sin embargo, no violenta la libertad de quien es tocado por la belleza, ni la abandona a su suerte, sino que la provoca llamándola a cumplir su naturaleza, mediante la acogida de la belleza en la que el corazón encuentra su cumplimiento. Redemptoris Missio, 42: “El testimonio de vida cristiana es la primera e insustituible forma de la misión: Cristo, de cuya misión somos continuadores, es el «Testigo» por excelencia (Ap 1,5; 3,14) y el modelo del testimonio cristiano. El Espíritu Santo acompaña el camino de la Iglesia y la asocia al testimonio que el da de Cristo (Cf. Jn 15,26-27)”. Cf. EN nº 21, 41. AG nº11-12. RH nº11.
52 Citado en J. Ratzinger, La belleza. La Chiesa, Castel Bolognese 2005, 15-16. (Ed. esp. Madrid 2007).
Julián Carrón
Texto extraído de Páginas Digital
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