El ex director ejecutivo de la JMJ de Madrid 2011, Yago de la Cierva, profesor de la universidad de la Santa Cruz, ha escrito un artículo en El Mundo sobre la renuncia de Benedicto XVI al que ha respondido el director editorial de la Cadena Cope, José Luis Restán, en Páginas Digital y Cristina López Schlichting, directora del programa de Cope "Fin de semana", que en su Facebook ha afirmado: "Muy triste con el artículo de Yago de la Cierva ayer en El Mundo. Pone verde al Papa, dice que ha "traicionado la tradición" y lo compara con un señor de 85 años que se divorcia. Ha sido el más sañudo y desapegado de los comentarios sobre la renuncia del Santo Padre . Tremendo."
Yago de la Cierva Una traición a la tradición
El único modo en que se consigue entrever qué puede pasar por la mente y el corazón del Papa es una crisis espiritual. Una decisión así no se improvisa. Quizá deberíamos haber prestado más atención a sucesos que podrían haber encendido la luz roja. Como su respuesta en una entrevista de 2010 diciendo que podría llegar a ser un deber de conciencia dimitir, si no se es capaz de llevar a cabo la misión. Después, la paulatina pero constante cancelación de tareas que son centrales en el ministerio papal.
Benedicto XVI se ha ido encerrando en su mundo cada vez más, el mundo de un profesor interesado sobre todo en el desafío intelectual de explicar la fe cristiana a los que ya creían, y presentar un Dios razonable a tantos que le desconocen. Y, progresivamente, la Secretaría de Estado ha ido asumiendo el gobierno de la Iglesia. En el último periodo, incluso los temas centrales en su Pontificado (la liturgia, la vuelta a la Iglesia de los tradicionalistas, las fronteras de la ortodoxia católica) han ido adquiriendo forma sin su intervención directa.
Pero renunciar es harina de otro costal. Porque por mucho que otros cinco papas lo hubieran hecho antes, no se pueden comparar.
Por mencionar sólo la última: no tiene nada que ver la dimisión de Celestino V, un monje prácticamente secuestrado para ser Papa y que duró poco más de un día en el trono de Pedro, con la trayectoria de Ratzinger, uno de los colaboradores de Juan Pablo II en Roma durante 26 años, y que ha dirigido la Iglesia por casi dos lustros. Ni el mundo ni la Iglesia de hoy tienen puntos en común con la de hace siete siglos. No: la decisión de Benedicto XVI no tiene precedentes.
Descartemos una enfermedad sobrevenida, por un motivo muy sencillo: lo habría dicho explícitamente. Descartemos también que tenga algo que ver con la crisis de los abusos sexuales, porque él mismo había dicho que en ningún momento dimitiría por ese motivo: «No se puede huir en el momento del peligro», afirmó tajante.
Tampoco la fuga de documentos pontificios, que puso contra las cuerdas la seguridad del Vaticano y la fidelidad de los colaboradores más cercanos al Papa. A diferencia de su antecesor, Benedicto XVI hablaba con muy pocas personas. Descubrir que gente de su más estrecha confianza había abusado de ella ha debido de ser un golpe terrible. Pero no parece suficiente.
¿Será entonces la falta de fuerza física para dirigir la Iglesia católica? Muchos han interpretado que han impulsado al Papa motivos de salud: camina con dificultad, arrastrando los pies; no ve por el ojo derecho; y los problemas cardiovasculares que le aquejan desde los años 90 los ha mantenido a raya sólo gracias a un régimen de vida muy estricto; y todos los achaques de casi 86 años.
Sin embargo, habría sido muy sorprendente que la causa principal fuera una enfermedad, sobre todo después de haber presenciado la agonía de años y en directo de Juan Pablo II.
Joseph Ratzinger ha sido testigo en primera fila de que la decadencia física no es obstáculo para ser Papa. En plena agonía de Wojtyla, afirmó que el magisterio del Papa, cuando no podía ni hablar, era más elocuente que la mejor de las encíclicas.
En realidad, Benedicto XVI ha hablado de falta de vigor de cuerpo y de espíritu. Si hubiera que poner el acento en uno de los dos, elegiría el segundo. El único modo en que se consigue entrever qué puede pasar por la mente y el corazón del Papa es una crisis espiritual.
Crisis espiritual, porque si hay algo que este Papa ama es la tradición. Se ha esforzado con denuedo para que las reformas del Concilio Vaticano II no se interpreten en clave rupturista sino en comunión con la tradición; se ha volcado para que la liturgia actual no rompa sus lazos con la de siglos anteriores. Y ahora rompe con esa tradición de manera neta, completa, radical. Ha tomado una decisión que cambia el futuro del Papado para siempre: a partir de ahora, sus sucesores se verán presionados como nunca hasta ahora.
Ha roto con su predecesor, Juan Pablo II, que siguió a pesar de los pesares. Y si ese «seguir hasta el final» fue una de las manifestaciones más elocuentes de la santidad de Carol Wojtyla, ahora muchos fieles no comprenderán por qué su sucesor, en mucho mejor estado de salud que Juan Pablo II, entiende que su deber es renunciar.
Ruptura también con el pensador al que Benedicto XVI más debe: San Agustín. Uno de las principales aportaciones del santo de Hipona al cristianismo es la doctrina sobre la gracia. En polémica con Pelagio, que subrayaba la importancia de las fuerzas del hombre para hacer el bien, San Agustín destaca que lo más importante es la gracia, lo que hace Dios y no lo que hace el hombre. Y Benedicto, al renunciar por falta de fuerzas, da más peso a lo que pueda hacer un Papa que a lo que pueda hacer Dios a través de él.
Sabemos ahora que Benedicto XVI ha rumiado durante un año esta decisión. Ha debido de ser un periodo horrible para él, de contradicción interna, de debate entre la tradición que había recibido de sus predecesores, y lo que él veía como mejor para la Iglesia.
Los problemas de dentro y de fuera le han convencido de que hace falta un Papa vigoroso. Pero la crisis ha de ser profundísima: se ha debido sentir completamente inerme ante la fuerza de la Historia, y ni siquiera su fe en la providencia le ha convencido para continuar «hasta que Dios quiera».
Su conocimiento de la historia pasada y de la situación actual de la Iglesia le impiden ignorar que la elección del siguiente Papa será mucho más «política» y menos espiritual.
Para algunos, ha tenido el coraje de romper con los precedentes: un tradicionalista contra la tradición. Para otros le ha faltado la coherencia hasta el final, y deja la tristeza que se aprecia cuando se escucha la noticia de un hombre de 85 años que se divorcia, porque ya no puede aportar nada a su matrimonio.
Pero en cualquier caso, deja una Iglesia sorprendida, entristecida y dolorosa por la punzante noticia, que no se atreve siquiera a pensar si el Papa ha hecho bien o ha hecho mal, sino que confía en que el Espíritu Santo sepa guiar a la Iglesia para escribir una página completamente nueva de su bimilenaria historia.
José Luis RestánNinguna crisis espiritual
Algunos me habéis preguntado (como mínimo perplejos) por el artículo que firma hoy enEl Mundo Yago de la Cierva, titulado "Traición a la Tradición".
Y aunque no me apetece entrar en refriegas, creo que no es momento para silencios calculados y componendas. Debo reconocer algo más que perplejidad: irritación y escándalo, por lo que se dice del Papa y por la firma que lo rubrica.
Entiendo perfectamente que es muy saludable la diversidad de sensibilidades en la Iglesia, el propio Benedicto XVI lo acaba de decir a sus seminaristas. Pero esa diversidad se torna destructiva cuando implica decir del Papa "que ha traicionado", cuando se sugiere que sufre una grave crisis espiritual, que abandona a su esposa, o que se apunta al credo pelagiano. Vamos, que esto además de disparatado me parece intolerable.
Difícilmente se puede traicionar la tradición cuando el Código de Derecho Canónico (expresión jurídica de la Tradición católica) contempla con toda normalidad la posibilidad de la renuncia del Papa. Se puede opinar si es oportuno, si se equivoca o no. Hace falta tentarse la ropa, ¿eh? pero se puede opinar. Lo que es inadmisible es acusar de "traición" al sucesor de Pedro por acogerse a una previsión de la ley de la Iglesia, que por otra parte ya ha sido utilizada anteriormente. Además, ¿quién define lo que es la Tradición? No será el articulista...
Decir que Benedicto XVI sufre una crisis espiritual profunda cuando acabamos de escuchar con verdadera conmoción su Lectio Divina a los seminaristas de Roma o sus homilías de esta Navidad es patético. Resulta que este hombre "en crisis" nos ayuda a vivir, ilumina nuestro camino, nos sostiene en la esperanza y nos confirma en la fe cada día. Como Pedro caerá y pecará (por eso pide perdón), pero su grandeza es estar siempre con los ojos fijos en Jesús. Por eso le esperamos cada día cuando habla. ¡Menuda crisis!
Y lo del pelagianismo es que raya la aurora boreal. El mayor discípulo de San Agustín, el que nos lo ha hecho conocer y gustar, resulta que es ahora "pelagiano", o sea, que confía más en sus fuerzas que en la gracia de Dios. Me parece que el firmante no ha seguido jamás a Joseph Ratzinger, no lo ha leído, ni escuchado, ni visto. El gesto de la renuncia implica la máxima confianza en la gracia de Dios: frente a quienes están asustados por el cambio, porque la barca se mueve, Benedicto XVI dice: quien guía la Iglesia, su verdadero Pastor, es el Espíritu Santo. La Iglesia es el árbol de Dios, por eso no muere nunca; no por la astucia y el coraje de sus líderes (empezando por el pobre pescador galileo) sino porque lleva en su seno la semilla de la vida eterna.
Espero que esta colección (digámoslo piadosamente) de desatinos no signifique más que eso: que todos podemos tener un mal día, aunque hay cosas que conviene hacérselas mirar... por si acaso.
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